Hace ya muchos años, en una visita a Fitur, entre los miles de catálogos que me llevé a casa, había uno que se llamaba Pasaporte a la Aventura. En las páginas centrales de aquel pequeño librito había una foto que me llamó la atención especialmente sobre las demás. Desde entonces soñé con conseguir aquella foto, yo también quería estar delante de una familia de gorilas en plena naturaleza.
Los únicos lugares del mundo donde se pueden ver los gorilas de montaña son en Uganda, Ruanda y Congo. En mi caso, me fui hasta Ruanda, al Parque Nacional de los Volcanes, para vivir una de las experiencias más emocionantes que recuerdo.
Llegamos por la tarde a una pequeña ciudad del norte de Ruanda llamada Ruhengeri (hablo en plural porque tuve la suerte de hacer este viaje con mi hermana). Estábamos tan solo a unas horas de nuestro objetivo y el nerviosismo se notaba en el ambiente. Nos alojamos en el mismo hotel donde años antes, la mayor defensora de los gorilas, Dian Fossey, se alojaba cada vez que abandonaba su refugio en las montañas para ir a la ciudad. Aquella noche, cenando bajo un manto increíble de estrellas, nuestra imaginación no paraba de provocarnos con cómo sería aquel encuentro con los gorilas, si los veríamos, si sentiríamos miedo, si podría estar tan cerca como la mujer que aparecía en aquella foto del catálogo.
Apenas pudimos dormir. Nos levantamos a las cinco de la mañana para salir hacia el parque nacional.
Desde que habíamos decidido emprender aquel viaje, María había estado leyendo mucho sobre los últimos gorilas de montaña y recuerdo que, en el aeropuerto de Madrid, justo antes de coger el vuelo, me dijo que quería ver a la familia Susa. Me contó que era la familia más grande de gorilas que había en aquella zona, con más de 30 integrantes y 3 machos espalda plateada (normalmente solo hay uno por familia). También me dijo que aquella familia es la más difícil de encontrar y la que más esfuerzo requiere ya que suele estar en la parte más alta de la montaña. Desde aquel momento, Susa fue nuestro objetivo.
Cuando llegamos al parque nacional, los rangers nos esperaban para sortear las familias de gorilas a visitar entre los 8 grupos de 8 personas que cada día pueden visitar el parque. María y yo, cruzamos los dedos y esperamos impacientes que sonara la palabra Susa en la boca de nuestro ranger. Y sonó. En ese momento, la sensación de felicidad fue inmensa.
Nos pusimos en camino tras una breve charla de seguridad sobre cómo actuar cuando estuviéramos con los gorilas. La caminata fue dura. Al principio atravesamos por una zona de cultivos, más adelante la selva empezó a hacerse cada vez más densa y la niebla cubría gran parte de la montaña. Llevábamos unos guantes especiales para apartar las ortigas, pero no eran suficientes para la cantidad que había y que nos llegaban hasta la cara. Estuvimos caminando aproximadamente tres horas hasta que el ranger se volvió y con una gran sonrisa nos dijo: "Están aquí al lado". El corazón comenzó a latir a una velocidad de miedo y yo no acertaba ni a coordinar mis pies para continuar.
De pronto, el ranger nos dijo que paráramos y miráramos a nuestro alrededor. Lo siento, pero no soy capaz de describir aquel momento. Levanté los ojos, comencé a girar sobre mí mismo disfrutando de la gran familia de gorilas que me rodeaba, algunos, a solo dos metros. Estoy escribiendo estas líneas y todavía se me acelera el corazón al recordarlo.
Disfrutamos de aquel espectáculo durante una hora, que es el tiempo máximo permitido para estar con los gorilas. Durante ese tiempo los vimos comer, jugar, subir a los árboles y observarnos con una mirada que no se olvida jamás.
El tiempo pasó rapidísimo y antes de darnos cuenta, estábamos descendiendo de nuevo de la montaña, pero en nuestra cabeza y en nuestro corazón había quedado para siempre la experiencia más impresionante que recuerdo.
Ah! y traía mi foto.