Hace ya tres semanas que volví de Galápagos y todavía puedo oír con nitidez el romper de las olas bajo la ventana de mi habitación en la hermosa playa de Isabela.
Hace ya muchos años que quería conocer un lugar que se adentra en el Pacífico más de mil kilómetros desde la costa ecuatoriana, las Islas Galápagos. Lo que no sabía en aquel momento es que esas islas me iban a cautivar de una manera tan brutal. Por todas las fotos que había visto, me imaginaba un paisaje desértico salpicado por cientos de animales únicos, pero lo que me encontré nada más bajar del avión de la compañía Aerogal (una de las dos que vuelan a la isla de Baltra desde Quito) fue mucho más que eso, paisajes sacados de una película de ciencia ficción, aguas tan cristalinas que te permiten observar la profundidad del océano, animales que se han adaptado para vivir en un lugar recóndito del Planeta (Por algo Darwin quiso comprobar en las islas que su teoría de la evolución era una realidad), volcanes activos salpicados por el interior de las islas y así podría seguir describiendo un lugar realmente mágico.
Pasé 8 días recorriendo principalmente tres islas, Santa Cruz, Isabela y San Cristóbal, y me hubiera quedado mucho más para poder conocerlas todas. Disfruté en Santa Cruz paseando entre tortugas gigantes en libertad, bañándome en la solitaria playa de Tortuga bay (quizá la playa más bonita que haya visto nunca), saliendo al encuentro de miles de iguanas marinas o haciendo kayak mientras un buen puñado de tiburones me rodeaban como en esas imágenes del naufrago en una tabla de madera en mitad del mar.
En San Cristóbal tuve la suerte de encontrarme de frente con un león marino mientras hacía snorkel en una solitaria cala y más tarde me senté en medio de una colonia de leones marinos para dejar pasar el tiempo de la naturaleza a mi alrededor.
Por último, Isabela me sorprendió por solitaria e inhóspita. Los días que pasé en la isla fueron inolvidables. Visitar solitarias playas, asomarse al cráter de un volcán activo, tomar un coctel viendo el atardecer en Iguana Point, nadar entre decenas de tortugas marinas o perderse por las calles del pequeño pueblo que parece anclado en el pasado.
Ahora solo me queda recordar lo vivido y soñar con el momento de volver a navegar entre la tierra, el mar y el fuego.
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